CULTURA ORAL O ESCRITA EN HUASCA

Don Alfonso Mejía de Schroeder, recrea una de las más viejas tradiciones que imperceptiblemente unen a Huasca y Real del Monte, al relatar una de las peregrinaciones anuales que don Pedro Romero de Terreros, primer Conde de Regla encabezada como devoto adorador del Santo de Asís, he aquí su narración "Huasca, Es de noche. El ambiente húmedo, trasciende a aroma silvestre entremezclado con olor a barro. Entre las sombras, penetrando la espesa negrura, se oyen las voces de gentes alborozadas que platican y ríen como de fiesta.

La voces parten del camino real donde crujen ruidosamente los ramajes de las plantas atropelladas al paso de las caravanas; relinchan las vestían sacudiendo ruidosamente sus belfos hostigados, y al coro de múltiples voces se unen a gritos de niños y notas musicales que se escapan de cuerdas vibrantes.

La negrura se motea de luciérnagas que avanzan con el tropel ruidoso: son las lumbres de los cigarros que más encienden su fuego, cuando las bocas ávidas de los hombre atizan las pequeñas hogueras.

El cielo está limpio como si lo hubieran lavado, expende en la claridad de su sombra que sirve de techumbre a la noche fresca ha resumido entre sus poros el agua de la lluvia torrencial que horas ha caído humedeciéndolo todo, los ocotes, los oyameles, los cipreses, los castaños y los nogales aun guardan entre el tumulto de sus hojas de gotas palpitantes del agua que lavó sus cuerpos. Allá, a lo lejos, los pequeños lagos y las represas, son en la oscuridad como ojos misteriosos que duermen tranquilos.

¿A dónde va el tropel?. Penetrando mejor los ojos descubren a los componentes del grupo que alegre camina bajo el signo de su aparente dicha. Hombres y mujeres y niños forman el conjunto. Unos llevan flores en las manos, otro pequeños calabotes empapados en brea, y otros más allá, cirios de magnífica y perfumada cera, algunos instrumentos musicales que vibran matizando mejor el regocijo.

Es noche de fiesta, a los peregrinos se unen los danzantes con sus trajes multicolores, sus penachos altivos y sus banderas simbólicas.

Pronto, rasgando las entrañas del aire, se levanta un canto; la tropa enhebra estrofas dulcísimas y sigue caminando hundiendo los pies en el barro blando y pegajoso.

Su destino no es incierto ni su marcha tiene trasuntos nómadas, en San Miguel Regla, el generoso Conde Pedro Romero de Terreros los aguarda con el corazón abierto a la esperanza. Allí en su feudal residencia, donde luce el limpio blasón de su título, la servidumbre de su título, la servidumbre está lista para recibir a los Romero que pronto llegan invadiéndolo todo. Servidores, casi siervos, se inclinan reverentes hacía su señor, que ordena se arreglen los más ricos carruajes y se preparen los mejores tiros. Los propios criados condimentan las más apetitosas viandas y de los baúles olorosos a membrillo rescatan sus mejores galas, prestos a emprender la caminata.

Y es que el señor de Terreros, paradigma de  caballeros cumplidos, se dispone a pagar en acatamiento de limpia promesa, la manda hecha a San Francisco de Asís, en cuyo honor se ha originado la iglesia conventual de la Orden de Pachuca.

La opulenta veta vizcaína que por muchos días venturosos voicoterescos inmensos sobre las cajas condales, llegó con la onda pena de su dueño, a callar su canto fabuloso, perdiendo su filón empobrecido entre el misterio de la propia tierra. Don Pedro justamente afligido, palpo como aquel río de oro y plata quedó seco, sembrando múltiples tristezas con ribetes de hambre en los callados barreteros.

Esa profunda pena lo hizo llegar hasta el convento enclavado en la vieja Tlahuelilpa donde los religiosos lo esperaban con sus sabios consejos y sus tiernos consuelos. Allí llegó su noble rodilla a postrarse frente a la Divinidad y su alma se elevó en sentida súplica para pedir el alto fervor de que la vela prendida reapareciera regando sus magníficos dones. Y en compromiso por la realización de este deseo con todo fervor de su fe de Hidalgo anunció que: consumado el milagro volvería con todos los suyos y con todos sus siervos a adorar al omnipotente que oyendo sus ruegos, le devolverían la tranquilidad perdida.

El día en que se vive en sus postreras horas es 3 de octubre del remoto año, víspera de la celebración del Santo de Asís, meses después de que lo pidió se ha cumplido ampliamente. Por eso familiares y ciervos se disponen entusiastas a emprender la caminata desde Regla hasta Pachuca, para procurar el pago espiritual que con fervor se ha ofrecido. Todo ha quedado resuelto con precisión y cuando los señores abordan su carroza y amistades hacen lo mismo se ordena la salida en el seno de la madrugada que envuelta en sombras brinda el encanto de su cielo limpio y de su fresco seno, tan fresco como una mujer recién bañada.

Pinta la oscuridad, se desvanece tocada por la luz de hachones que se encendían transformado la formación de un mar de antorchas. Se encienden los calabrotes, se encienden las ceras y numerosos farolillos que inundan de luz y en plena marcha la caravana simula una serpiente de fuego que lentamente se arrastra por las tortuosidades del camino.

Cuando el alba apunta, las flamas empobrecen frente a la amenazante claridad del día. El crepúsculo se rompe en irisaciones maravillosas y la aurora vuelca la corcucopia de sus colores de milagrería.

En el trayecto, gente entusiasta se ha unido, enriqueciendo el caudal humano. En Omitlán las flores les han dado su perfume y la vegetación su exuberancia en Real del Monte. Los repiques de las campanas y el detonar de los cohetes los han recibido en triunfo. Y cuando la caravana ya bajó los rayos del sol, se acerca a las grietas de Pachuca, espontáneos entusiastas forman también. animado tropel que llega hasta el camino real para saludar a los visitantes, entre esta muchedumbre, devotamente protegidos, caminan los humildes franciscanos con los pies descalzos y arrastrando el hábito pobre que al nivel de la cintura se aprieta por toscos lazos anudados.

Cuando los condes ponen pie en tierra, un grito histórico se levanta del conjunto y abajo en el mineral las campanas repican alegremente.

Puestos bajo patio, los nobles avanzan a través de las calles empinadas seguidos de su gran cortejo, hasta llegar a la iglesia conventual, obra pía de la generosa doña Beatriz de Miranda quien en 1660 la dedicó a San Francisco el pobrecito de Asís.

Allí se realiza la gran función de gracias. El templo esplendente en todas sus riquezas y múltiples luces lo realzan, mientras el órgano engarza, en la severidad del aire y sus notas triunfales.

Afuera un tianguis inusitado vive con vibraciones desconocidas, la atmósfera se sobrecarga de gozo. Los Romeros se dedican a todos los esparcimientos. Las carcajadas rebotan en el ámbito y las músicas enardecen el silencio, mientras los danzantes bailan incansablemente.

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