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¿Bully o gandalla?

Pilar Ramírez: Política en tacones
ramirez.pilar@gmail.com

10 de junio de 2010

No me gusta la palabra bullying para describir los hechos de violencia que ocurren en los centros escolares. Es más, la detesto, porque ha servido para esconder tales hechos, maquillarlos con una palabra de moda, Bullying es una palabra suave que atenúa los hechos que pretende describir, no sonora y contundente como agresión o violencia. Por otro lado, como la mayoría de los mexicanos desconoce el idioma inglés, ignora el verdadero significado. Bully suena a molestón o acosador, no a tirano o matón, ni a gandalla. En consecuencia, bullying parece menos grave que intimidar, golpear, pelear o tiranizar. Nuestro gusto por los extranjerismos contribuye, en este caso, a desconocer la verdadera dimensión que tiene un problema social que ya ha cobrado víctimas mortales.

 

            El hecho que se está enfrentando en las escuelas es, simple y llanamente, una violencia creciente que ya ha adquirido el nivel de delito. Con toda razón, el padre de Héctor Alejandro Méndez, el jovencito de doce años que falleció a consecuencia de los golpes recibidos en lo que se suponía era un juego, en una escuela de Ciudad Victoria, Tamaulipas, afirmó que la muerte de su hijo no era un caso de bullying sino asesinato. Lamentablemente, éste no es un caso único ni aislado, tampoco será el último mientras no se admita que el fenómeno de la violencia en las escuelas está directamente relacionado con el entorno social violento y peligroso en el que se ha convertido la vida cotidiana en nuestro país.

            Ese contexto violento incluye, por supuesto, el que corre a cargo del crimen organizado, el de las noticias —accesibles para muchísimos niños y jóvenes de educación básica— de asesinatos masivos, de fosas clandestinas con decenas de cuerpos, de colgados en zonas concurridas de las ciudades, de cuerpos destruidos con ácido a los que se compara siniestramente con pozole, de tiroteos frecuentes en los que es difícil distinguir a los buenos de los malos, de cadáveres coronados por narcomensajes, de las extorsiones contra la gente adinerada tanto como contra quienes viven al día y de las “cuotas” que debe pagar casi todo aquel que tiene un negocio legal y honesto pero que se ve obligado a involucrarse —por esta vía— en el mundo de la ilegalidad so pena de pagarlo con su vida si llega a negarse.

            Está también, aunque se le relaciona menos directamente, la violencia que implican los abusos de todo tipo. Los empresariales como el fraude de Oceanografía porque refuerzan la imagen de que con un buen apoyo, la ley se convierte en algo opcional; los fraudes electorales que a fuerza de repetirse van generando la lección de que no importa a qué precio se consiga el poder, mientras se consiga, el “haiga sido como haiga sido” o el más tradicional de que “Jalisco nunca pierde y si pierde arrebata”; el enriquecimiento totalmente explicable de muchísimos “servidores públicos” que lo único que hacen es servirse de los cargos para enriquecerse y dejan a los ciudadanos con la sensación de que los políticos se hicieron ricos a costa de su pobreza y además, en muchos casos, con la bendición de su voto; la corrupción de todo tipo que rige tanto nuestra vida cotidiana como la vida social: el soborno que se da al policía de tránsito para eludir una multa, las trampas para aprobar el examen de carrera magisterial o ver a individuos ostentando cargos para los que no están preparados, pero tienen amigos o conocidos que les permiten torcer las normas o beneficiarse del erario público.

Además de la corrupción que gravita sobre una gran cantidad de actividades de la esfera pública está la impunidad y hasta el cinismo, el lastimoso botón de muestra es el exalcalde panista de San Blas, Nayarit que en su campaña para llegar de nuevo a la alcaldía dice a sus votantes “sí robé, pero poquito”, a ver si el arranque de sinceridad le acarrea los sufragios que necesita.

            Está asimismo la violencia familiar que viven muchos estudiantes, la cual proviene de diferentes personas, puede ser de sus padres o sus hermanos, contra ellos o contra otros miembros de la familia, como la violencia contra las mujeres, de la que los hijos son a menudo aterrados testigos y por lo tanto también víctimas; en la propia escuela está la violencia —sin que se reconozca y se analice debidamente— que ejercen todavía los docentes y directivos con una pesada carga de autoritarismo, aunque revestida de un discurso racional, moderno y justo.

            Nuestros niños y jóvenes están creciendo en ese entorno, están recibiendo todo tipo de mensajes que les dicen que la violencia es un medio para vivir mejor o para resolver la vida. Esa violencia real es más peligrosa y tangible que los contenidos violentos de los medios que los pequeños reconocen bien como de ficción. Todo ese entorno violento está desencadenando o contribuyendo a perfilar el nuevo tipo de violencia escolar del que casi a diario hay diversas manifestaciones. ¿Es necesario importar vocablos para hablar de ella? No, en español tenemos las palabras que la describen suficientemente, sólo es necesario reconocer el problema y admitir que es la manifestación de uno de mayor dimensión para encontrar los mecanismos que lo enfrenten con pertinencia. Ese problema se llama violencia.

            Para empezar, las quince medidas propuestas por la Secretaría de Educación Pública no deben ser contra el acoso escolar, como las denominó, sino contra la violencia y no olvidar que son temporales, emitidas al calor de la urgencia, lo que implica trabajar en un programa que contextualice debidamente este fenómeno para ofrecer estrategias y acciones viables, realistas y pertinentes para ponerle límites. Esperemos no tener que volver al tema por otro hecho lamentable como el de Tamaulipas.

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