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Una de las consecuencias de la vida tan inmersa en los medios y en las redes sociales es que determinadas palabras o frases se asocian tan estrechamente con una idea, con alguna postura política o con cierta militancia que después es muy difícil separarlas de esos sentidos. Allí está el caso de “proteger la vida”. Es muy probable que quien la lea piense inmediatamente en el rechazo a la interrupción del embarazo y a la protección de la vida desde la concepción, porque esa ha sido la frase favorita de los grupos que intentan convencer de que se debe castigar el aborto.
Pero resulta que ha habido un olvido catastrófico: proteger la vida de las mujeres. Creo que es hora de desplazar el “ni una más” por el de “proteger la vida de las mujeres”. No se trata sólo de una lucha de frases, como hubiera dicho don Eulalio Ferrer. Tiene, aquí y ahora, un sentido literal. Es inaplazable proteger la vida de las mujeres. Resulta una terrible paradoja que después de tantos años de lucha, de tantas iniciativas, de tantas mujeres señaladas, estigmatizadas por ir abriendo brecha e ir logrando el reconocimiento de los derechos de las mujeres, de obtener marcos legales para que tales derechos sean resguardados por ley, no ha sido posible garantizar uno de los derechos fundamentales de todo ser humano: el derecho a la vida.
El repunte de la violencia feminicida puede deberse a muchos factores, pero es irrefutable que uno de ellos es la impunidad. Los hombres asesinan a las mujeres porque pueden, porque no es del dominio público que los feminicidas sean perseguidos con insistencia, con tesón o con vehemencia. Al contrario, lo que corre de boca en boca es que cuando una mujer es violentada las autoridades se niegan a calificarlo como violencia de género o como feminicidio si se llegó al asesinato. El aparato encargado de impartir justicia no quiere complicarse el papeleo, prefiere ponerle el sello de homicidio y no el de feminicidio porque ¿ya para qué?
El resultado son los casos de Mara Castilla en Puebla; la madre y su hija que fueron estranguladas en el Estado de México; la muerte de Lesvy cuyo cadáver fue encontrado en la UNAM; la de Valeria, la niña de once años que desapareció después de tomar un microbús y fue encontrada muerta después, y los de miles de mujeres más en prácticamente todas las entidades del país. Ahora regresa la pesadilla con la muerte de Anayetzin Damaris que estaba embarazada y recibió 16 puñaladas en el vientre. Sólo unos cuantos casos saltan a los medios, algunos por la forma en que la víctima encontró al agresor, como Mara que creyó ir segura en un taxi de Cabify, o por el hecho de que no sólo se haya asesinado a la madre sino también a su hija o la saña con la que se le dio muerte a Anayetzin, lo que hace sospechar que a su pareja le disgustó la noticia del embarazo y ahora se le trata de localizar pues se encuentra prófugo. Esos mismos medios que dan la nota cuando ocurre un asesinato rodeado de circunstancias extraordinarias, ya que desafortunadamente la prensa se nutre de problemas, contradicciones, antagonismos y tragedias, se olvidan de dar seguimiento al asunto para saber si se procesó al chofer, si se le impuso algún tipo de sanción a Cabify, si fueron detenidos sospechosos o logró darse con el culpable real de la muerte de Valeria. Son sólo destellos, la nota roja que atrae lectores y luego sepultan las historias en el olvido. Esto contribuye a que en el imaginario colectivo quede la idea de la impunidad en los asesinatos de mujeres, una idea que por lo visto ha penetrado, también y mucho, en los agresores, que consideran que, por más alertas de género, de reclamos de grupos de la sociedad civil que luchan por los derechos de las mujeres y de declaraciones de diferentes autoridades cuando se da a conocer la agresión, en realidad no pasa nada. No hay una verdadera intención de proteger la vida de las mujeres. Después de esos momentos se regresa a la peligrosidad de las calles oscuras, al riesgo si las mujeres se visten de tal o cual manera, a la idea de que las mujeres no tenemos derecho a divertirnos –so pena de ser agredidas o asesinadas−, a la pesadilla de las familias cuando se enfrentan con la realidad de tratar con ministerios públicos ajenos por completo a la perspectiva de género. A la realidad monda y lironda de que en este país no se protege la vida de las mujeres. Más de 20 mil homicidios de mujeres sólo entre 2007 y 2015 no es una coincidencia, ni algo extraordinario, es un patrón de conducta. |