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21 de enero de 2014 Cuántas veces hemos escuchado decir, en público y en privado que “detrás de un gran hombre hay siempre una gran mujer? Es una frase hecha que se dice y se repite, además, como un elogio para las mujeres. En realidad, a menudo lo que se intenta decir es que el hombre logró su grandeza porque tuvo a su lado a una mujer que le lavó las camisas, que lo exentó de tender su cama, que le preparó el desayuno mientras él reflexionaba sobre asuntos relevantes, que evitó el ruido de los niños para que el gozara del silencio que le permitiría construir los peldaños que lo llevarían al éxito, y no pocas, sino innumerables veces, ese pseudoelogio se refiere a la renuncia de las mujeres a su propia vida para facilitar a los hombres —marido, padre, hijo o hermanos— su consagración.
Albert Einstein es un símbolo de la sabiduría científica aunque su biografía puede llevar a plantear dudas sobre su genialidad e interrogantes acerca de la contribución de Mileva Maric, su primera esposa, a los descubrimientos de su famoso marido; el hecho es que la figura de Einstein es reconocida en todo el mundo mientras que el nombre de Mileva sólo lo conocen unos cuantos. También existen razonables dudas acerca de quién era el verdadero genio escultor si Augusto Rodín o Camille Claudel. La historia de esta pareja, si acaso, ha sido desenterrada por un par de películas que no alcanzan a abollar el lustre del escultor y la colocan a ella, en cambio, como una desquiciada. Zenobia Camprubí, la esposa del Nobel Juan Ramón Jiménez, era una prometedora escritora cuando conoció a su futuro esposo. Ella tradujo varios libros de la obra de Rabindranath Tagore, traducciones que tomó Juan Ramón y las publicó con el nombre de los dos. La personalidad inestable y controladora del poeta hizo naufragar cualquier aspiración literaria de su mujer, quien se dedicó a cuidar a su marido aunque dejó un diario donde consignó la enorme frustración que le provocó ese matrimonio. No son pocas las historias en las que “la gran mujer” lo que hizo en realidad fue sacrificarse. Se menciona efímeramente su sacrificio pero quien se queda con la gloria es el hombre. La historia registra muchos de estos casos y no resulta fácil modificar el lente con el que se miran estos sucesos porque con el lugar secundario que se ha dado a las mujeres, se ha llegado a concluir que la inteligencia es un atributo masculino, lo mismo que otras virtudes como la valentía, la sagacidad o la audacia. Es así a tal extremo que cuando una mujer destaca se le compara con el hombre para hacer válida la calificación positiva. Esto sucede más comúnmente cuando las mujeres hacen un buen papel en ámbitos que se han considerado típicamente “masculinos” como la ciencia o la polítca. Es común escuchar o leer frases como: “Es tan audaz como un hombre”, “a la hora de tomar decisiones parece un hombre”, “es tan ducha en la política como un hombre” o “es una empresaria tan exitosa como cualquier hombre”. Es decir, el éxito sólo se explica como valor masculino y si una mujer lo logra es porque parece hombre. A eso se deben los casos famosos en los que las mujeres con aspiraciones en distintos campos se hicieron pasar por hombres para poder llevar a cabo sus anhelos. En la época de la lucha entre Castilla y Aragón, María Pérez de Villanañe cuyos hermanos luchaban a favor del rey castellano Alfonso VII se vistió de hombre y luchó contra Alfonso “El Batallador”, rey de Aragón. María lo venció y cuando se descubrió que era mujer se le nombró “La Varona”. Juana de Arco es otro símbolo de la valentía militar, pero sólo vestida de hombre y no son las únicas, en su Historias de mujeres, la escritora Rosa Montero menciona a otras guerreras como la inglesa Mary Read y la francesa Louise Bréville. También recuerda a mujeres que se vistieron de hombres para poder estudiar como Concepción Arenal en España y Henrietta Faber en Cuba. Qué decir de las escritoras que para competir en el mundo literario tuvieron que esconderse detrás de un seudónimo masculino como George Eliot, Georg Sand, Víctor Catalá y Fernán Caballero. Esta práctica no es cosa sólo de un pasado muy lejano. En los años cuarenta, en México, la espléndida escritora Josefina Vicens, gran aficionada y conocedora de la tauromaquia, escribía en las Revistas Sol y Sombra y Torerías con el seudónimo Pepe Faroles, y era además gerente de esta última. Cuando se trataba de política firmaba como Diógenes García. Eran tiempos en que una mujer no habría tenido credibilidad alguna en esos temas, ¿por qué? sólo por ser mujer. Cuando se habla bien de ellas se hace reconociendo que fueron únicas y pudieron obtener logros como los de un hombre, no se destaca el hecho de que muchas más mujeres hubieran tenido éxito sin un entorno que les dio un lugar secundario y les negó oportunidades. Muchas mujeres han tenido que sacrificarse para desbrozar este agreste camino que les niega la capacidad y la inteligencia para desarrollar ciertas tareas. Tenemos que ir eliminando la idea de comparar con hombres a las rectoras, directoras, secretarias de Estado, diputadas, funcionarias, científicas, jefas de partidos políticos, poetas, gobernantes o deportistas. Son simple y llanamente mujeres inteligentes y más audaces porque se hacen un lugar en un mundo que no termina de digerir la igualdad. |