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29 de enero de 2014 El caso de Adriana Manzanares, la mujer indígena que tuvo un aborto involuntario resultado de la golpiza que le dio su comunidad porque el bebé era producto de la infidelidad y su posterior encarcelamiento con una pena de 22 años acusada del homicidio de su hijo trae nuevamente a la discusión la pertinencia de los llamados usos y costumbres en la sociedad actual. Lo escalofriante del asunto fue que su propio padre y su tío la presentaron ante el pueblo para ser apedreada por no guardarle fidelidad a un esposo que migró a Estados Unidos y no se sabe nada de él desde hace años y lo irónico es que ocurrió en un poblado llamado Ayutla de los Libres.
El autogobierno que prevalece en muchas comunidades indígenas por encima de las normas legales que rigen al país ha sido causa de polémica. Quienes defiende esta postura, lo hacen en aras de conservar las tradiciones de los pueblos que nos dieron origen e identidad, posición que no está exenta de la idealización de “lo indígena”; sus detractores ponen en la discusión las contradicciones que surgen con el Estado moderno. Hay mucho más en este debate, como discutir si con estas formas de autogobierno en realidad se preserva lo indígena o incluso qué es lo que podemos definir ahora como autóctono. El hecho es que muchas comunidades han logrado la supervivencia de los usos y costumbres que incluyen la forma de administrar justicia en la comunidad. Cuando se aboga por el respeto a estas tradiciones se hace también por conservar inamovibles creencias antiguas que surgieron y se utilizaron en contextos sumamente distintos a los que tenemos en la actualidad. Una de ellas es el papel de la mujer en la comunidad y el código de conducta que debe seguir para actuar de acuerdo con las normas que establece su grupo. Como era de esperarse, se trata de un papel social secundario y de un código que restringe implacablemente las libertades femeninas. Los usos y costumbres no admiten ningún tipo de libertad, control o decisión de las mujeres sobre su vida y sobre su cuerpo. Por eso en varias comunidades indígenas aún existe la práctica de dar en matrimonio a niñas y arreglar el casamiento sin la opinión de la afectada. Muchos problemas de salud para las mujeres se derivan de estas acciones, como los embarazos no en adolescentes —que ya serían preocupantes— sino en niñas, lo mismo que la costumbre de dar los mejores alimentos a los hombres “porque son los que trabajan” y que ahora se conoce como “violencia nutricional”, también la costumbre de enviar preferente o exclusivamente a los varones a las escuelas, dando como resultado la discriminación educativa, todas ellas prácticas que configuran una violencia de género monumental que nadie combate porque forma parte de los “usos y costumbres”. Estos hábitos y otros de carácter moral sobre cómo deben conducirse las mujeres las han colocado en una condición de triple marginación: la de ser mujeres, indígenas y pobres. En el caso de Adriana Manzanares la discusión se reaviva porque la injusticia no provino sólo de las acciones de su comunidad sino también de las autoridades del sistema legal establecido que actuaron como si no les separaran cientos de años de distancia de las normas comunitarias; las dos se hicieron una para cometer una injusticia contra una mujer que no tenía el elemento más básico para defenderse como es el idioma. Fue necesaria una determinación de la más alta instancia de justicia del país para evitar el despropósito de hacer pasar a Adriana 22 años en la cárcel, de los cuales cumplió siete. No sólo es una aberración que una mujer —y no es la única— permanezca encarcelada siete años en un sistema penitenciario saturado, con sus 390 prisiones que tienen una sobrepoblación de 54% por ciento, sino que resulta siniestro este hecho en un contexto nacional donde se percibe que los verdaderos delincuentes están fuera y actuando con total impunidad. Tenemos un sistema de justicia que puede perseguir y castigar injustamente y con virulencia a una mujer mientras que puede ser complaciente con la industria del delito que mantiene en vilo a casi todos los mexicanos. La Suprema Corte de Justicia de la Nación determinó la liberación inmediata de Adriana, pero el consabido “usted disculpe” no alcanza para borrar los siete años que pasó recluida, ni el conjunto de irregularidades que le dieron una pena de 22 años de cárcel. Es necesario definir la responsabilidad de las autoridades del sistema judicial del estado de Guerrero y establecer una reparación acorde con el daño sufrido por Adriana. También es preciso que estos casos sirvan para poner en la mesa las contradicciones de los usos y costumbres con un sistema jurídico que, al menos en la letra, tiene como uno de sus pilares las garantías individuales |