11 de noviembre del 2010
Hace tres décadas, el ejército y la Virgen de Guadalupe se consideraban temas proscritos en el debate político, eran asuntos que no estaban en la agenda pública, abordarlos era mover un avispero ideológico, pero también sin duda, de poder. Varios estudiosos ubicaban a la Iglesia y a los militares en los grupos de presión, concepto distinto de grupo de poder. El grupo de presión ejercía el poder con base en el respaldo que obtenía de amplios sectores de la población gracias a la influencia moral o ideológica que ejercía sobre ellos; se trataba de un poder que se hacía manejaba en forma soterrada, que muchos adivinaban, pero de una presencia definitiva e ineludible.
Ese poder se conserva y en ciertos ámbitos se ha potencializado, pero algunas circunstancias han cambiado; hoy los legisladores debaten una iniciativa para reformar la justicia castrense, propuesta que está bajo la lupa de organismos internacionales como la Oficina en México del Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Derechos Humanos y otras organizaciones civiles que han denunciado persistentemente violaciones a los derechos humanos por parte de militares, situación que se ha recrudecido con la participación de las fuerzas armadas en la lucha contra la delincuencia organizada.
Es significativo también que la iniciativa de reforma al artículo 57 del código de justicia militar haya sido una propuesta presidencial, como una respuesta inaplazable para contener los reclamos de la sociedad civil a los efectos no deseados de la intervención militar en asuntos de seguridad. Más allá de los alcances que se consigan en las modificaciones al fuero militar, es relevante que el tema se haya convertido en parte del debate político-social y legislativo.
A finales de los años setenta, época en que el PRI estaba entronizado en el poder, Carlos Monsiváis afirmaba que la derecha se había ido identificando “con un sistema político que fortalece sus intereses económicos y protege sus concepciones de la familia y la moral social”. Es posible que ese proceso se haya agudizado con la llegada al poder del Partido Acción Nacional, pues mientras las relaciones entre el PRI y la derecha se ubican en el campo de los acuerdos, las que tiene con el PAN se encuentran en el plano de las coincidencias.
El clero católico es representante excepcional del poderío de la derecha; su actuación, sin embargo, no ha ido a la par de los cambios sociales que se han producido en las últimas décadas tanto a nivel mundial como en nuestro país. En una organización cuya penetración e influencia proviene fundamentalmente de un sistema de creencias y valores, no tendrían que esperarse grandes transformaciones porque sus principios no se han modificado, pero independientemente de su voluntad, el entorno sí ha cambiado y la respuesta de algunos representantes de la iglesia no ha sido la más afortunada. Diversos grupos sociales han ganado derechos o han puesto a debate temas que son rechazados por la iglesia y han generado una postura pública del clero que hace treinta años habría sido considerada normal e incluso justificable, pero hoy se colocan bajo el escrutinio público.
La cruzada moral de la iglesia no obtiene ya una adhesión generalizada. Son notables, por ejemplo, los grupos de la sociedad civil que se asumen como católicos y al mismo tiempo defienden el derecho a decidir sobre la maternidad de las mujeres. Las uniones de personas del mismo sexo, que hace años era un derecho que sólo se defendía en privado hoy goza en el Distrito Federal de la protección de la ley. Las reacciones de la iglesia ante esos cambios se endurecen pero convencen menos porque su autoridad moral se ha socavado con los casos de pederastia y por exhibir, especialmente en México, desdén hacia las leyes y las instituciones, pues mientras en otros países los curas acusados de pederastia han sido sometidos a la justicia, en nuestro país se rehuye investigar y castigar a los culpables. Actitud contraria incluso a la postura del Vaticano que está convocando a los cardenales a debatir ese asunto que está horadando la credibilidad de la iglesia católica.
La acusación que hizo el cardenal Juan Sandoval Iñiguez a los ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación de haber sido “maiceados” puede no tener efectos legales, pero tiene sin duda consecuencias sociales. El prelado acusó a los ministros y al jefe de gobierno del Distrito Federal de corrupción sin haberlo demostrado. Sin pruebas, su afirmación se percibe como un agravio no sólo a las personas sino a las instituciones que se hace al amparo de su investidura religiosa. Los acusados salen bien librados en el juicio popular y el representante eclesiástico no convence.
En otro caso, un juez federal determinó que existen elementos para librar orden de aprehensión contra el obispo de Ecatepec, Onésimo Cepeda, a quien se le acusa de fraude. El clérigo desafía a la autoridad judicial y afirma con toda propiedad que a él se la “persignan” y no en un sentido estrictamente religioso. Confía, según su dicho, en que a los de sotana no los encarcelan. Este asunto nos permitirá ver qué tanto ha cambiado nuestro país.
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